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Historia de una maestra

Por Revistamujer.es

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Muchos alumnos de bachillerato tienen que leer libros de nuestra narrativa para aprobar lo primero el curso y después para presentarse al PAU. Una de estas alumnas nos ha pasado el trabajo que ha realizado para Historia y nos ha pedido lo compartamos con todos para ayudar a dichos chicos, que por diversos motivos nunca encuentran el momento de ponerse a ello.

Dicho libro es Historia de una maestra de Josefina Aldecoa, un libro muy significativo en nuestra historia de España.

Espero os sirva y disfrutéis de él.

HISTORIA DE UNA MAESTRA

DE JOSEFINA ALDECOA

Reseña

Es un relato en el que la protagonista rememora la historia de su vida, una maestra que recorre de pueblo en pueblo con unas condiciones miserables.

Gabriela vive un periodo decisivo en la historia de España, desde los años 20 hasta el comienzo de la Guerra Civil. El advenimiento de la República con sus promesas de grandes cambios, la lucha contra la ignorancia y el caciquismo. La revolución de octubre vivida en un pueblo minero, la violencia y el brutal desgarramiento familiar, la nostalgia. Los maestros de la República.

Primera parte

El comienzo del sueño.

La vida se recuerda, a saltos, a golpes y los más importante, es que a veces tratas de recordar hechos que fueron importantes y que marcaron tu vida y no logras recordarlos, Lo iré contando poco a poco, come me vaya saliendo, no hay vida que se pueda recordar desde el principio al fin sin alterarlo.

Para mí, me marcó mucho el día que di por terminada mi carrera. Tenía diecinueve años. Era octubre de 1923 en Oviedo, pero yo procedía de un pueblo leonés situado en la línea de montañas que separa Asturias de la meseta. Ese día a las diez de la mañana en la Escuela Normal nos reuníamos las compañeras. Recogeríamos libros, certificados y una vez más mi nombre escrito entre otros muchos: Gabriela López Pardo, Maestra. El fin de una etapa y el comienzo de un sueño.

Ese día presencia una boda, y ninguno de los novios parecían estar muy animados, el nombre de los casados era la Señorita Carmen Polo y Martínez Valdés y el Teniente Coronel D. Francisco Franco Bahamonde, ese día sus nombres no me decían nada. Años después se oirían por todas partes y marcarían para siempre mi destino.

Me iba a incorporar a la tercera de mis interinidades y vinieron a buscarme en nombre del Alcalde, un señor que me advirtió que me iban a recibir a palos.

Cuando llegué a la escuela solo un niño rubiales sabía leer el resto no. Nadie me hablaba en el pueblo.

Los niños progresaban. Una tercera parte ya leían en dos meses conmigo.

Un día vino el alcalde y me dijo que tenía que marcharme.

Si poco me acuerdo de este pueblo, menos del segundo.

Era un pueblo de vino y empecé en septiembre. Los diez niños del primer día, se convirtieron en tres en seguida, los niños estaban vendimiando. Dos meses escasos estuve allí.

Una tercera escuela. Esta me iba a durar, a nadie le interesa enterrarse en la nieve, y allí fui con interés e ilusión.

Eran unos treinta niños, entre seis y catorce años. Escuela unitaria y mixta. Al que creía mayor que se llamaba Genaro le nombre mi ayudante. La escuela estaba vieja y sucia y la arreglamos. Solo una pequeña parte de los niños sabía leer y escribir. Les pedía a los niños que trajera sillas de sus casas y una tablita para que no se sentaran en el suelo y se pudieran apoyar para escribir. También pedí treinta cuadernos y treinta lapiceros.

Lo de arreglar la escuela le molesto al alcalde.

Don Ernesto, un profesor nuestro siempre nos decía, “La patria, la sociedad, los padres, esperan de vosotras el milagro, la chispa que encienda la inteligencia y forje el carácter de esos futuros ciudadanos, los niños”.

El Alcalde reunió a todos para ver quien me quería acoger en su casa. Una vieja me cogió de la mano y me sacó del grupo y me llevo cuesta arriba hasta un caserón que marcaba el final del camino, allí vivía don Wenceslao.

Llevaba ya una semana en el pueblo cuando apareció el Cura en la puerta de la escuela y me preguntó que hacía. Le contesté que colocar los bancos contra la pared, y él me volvió a preguntar que para qué, entretanto él me acercaba la mano para que se la besara pero yo no acepte y se la estreche.

Le conteste que iba hacer teatro con los niños, y no le pareció bien, dijo que muchas modernidades traía yo a este pueblo.

El Cura y el Alcalde eran los que mandaban en el pueblo, de hecho ellos decidieron que no me podía quedar en casa de Don Wenceslao.

Mi padre tenía la cabeza muy clara y me había educado con libertad, pero también con prudencia. Yo todo lo que soy, se lo debo a mi padre. Dios no existe me decía y le brillaban los ojos con el fervor del descubrimiento. Si hay una forma de divinidad está en todo lo que nos rodea, el mar y el monte y el hombre son Dios. Por eso debes entender que hay gente que necesita religiones para dar respuesta a sus temores.

Traté de comprender que no debía quedarme a vivir en la casa de don Wenceslao pero no lo conseguí. Fue una imposición, un abuso de poder, una coacción. Don Wenceslao me ofreció su casa de corazón pero el Alcalde ya tenía casa para mí, María la de la herrería. No querían que me quedara allí porque pensaban que la amplitud de espíritu de don Wenceslao, si yo la compartía nos convertiríamos en una fuerza peligrosa para el pueblo, la fuerza de la inteligencia.

Todos los días antes de acostarme, escribía mi Diario de Clase. Había dividido a los niños en tres grupos. Los que no saben ni las letras. Los que están torpes de lectura y escritura pero ya van sabiendo dominar esos mecanismos y por último los que leen y escriben con cierta soltura.

El estado de ignorancia es tan general que empleo el mismo vocabulario y los mismos recursos para los tres grupos. Creo que ni siquiera están seguros del punto de España en que se encuentran. He encargado a Lucas, el mandadero, el guía que me trajo, un globo terráqueo, pero don Wenceslao me dijo que no lo comprara que él tenía uno, que pasara a recogerlo.

Mi pueblo era alegre. Ya tenía amigas y conocidos que me saludan al pasar. Mi carrera me llevaría a lugares más amplios y mejores, no a esta tristeza del anochecer en un lugar perdido entre los montes.

Trataba de hablar con María. Le hacía preguntas sobre el pueblo, sobre la gente, pero ella se resistía y sólo contestaba aquellas que exigían un sí o un no concretos. Vivía sola. Era viuda del herrero y no tenía hijos. Para subir a mi cuarto, por la noche, me daba una palmatoria con un cabo de vela. Yo quería una luz para leer pero nunca se lo dije.

Un día llegó una mujer y quería que viera que la pasaba a su niña, que creía que se le iba a morir. Me quedé asombrada pues me estaba haciendo una consulta médica. El médico les tenía abandonados. La niña tenía seis meses y no quería comer, el pecho no era suficiente. La madre se quejaba pues decía que así había alimentado a cinco. Le propuse que le diera leche de vaca hervida y aclarada con agua y poco a poco la niña fue comiendo. María me dijo que de los cinco que había tenido ya habían muerto tres.

Don Wenceslao me decía que ignorancia y abandono es lo que vivían la gente del pueblo. Solo el veterinario venia de vez en cuando y era porque cobraba una iguala, pero el médico no, y solo se ocupaba de los pueblos ricos.

Mi fama creció rápidamente, siempre había alguna mujer esperándome a la salida. La mayor parte puede resolverlas con sentido común y buena voluntad. Fui a ver al Alcalde y le dije que si no le parecía mal iba a organizar clases de adultos. Me dijo que las mujeres ya tenían bastantes tareas con atender la casa y los animales, pero que hiciera lo que quisiera.

Empecé las clases por la higiene doméstica, al principio eran cuatro o cinco después llegaron hasta diez.

Llegó el invierno y durante meses, ni las cartas llegaban al pueblo. La escuela sería mis únicos recursos, me sumergiría en mi trabajo y el trabajo me estimulaba para emprender nuevos caminos.

Los niños avanzaban, vibraban, aprendían. Nunca he vuelto a sentir con mayor intensidad el valor de lo que estaba haciendo. Era consciente de que podía llenar mi vida sólo con mi escuela.

Yo me decía: No puede existir dedicación más hermosa que ésta. Compartir con los niños lo que yo sabía, despertar en ellos el deseo de averiguar por su cuenta las causas de los fenómenos.

Tenía que pasar mucho tiempo hasta que yo me diera cuenta de que lo que me daban los niños valía más que todo lo que ellos recibirán de mí.

Había algo en Genaro (un alumno que me ayudaba) que me había chocado desde el principio. En medio de la torpeza de expresión que mostraban mis alumnos sólo él hablaba con cierta fluidez. Conocía los nombres de las cosas, tenía un vocabulario aceptable, discurría con rapidez y agudeza y sabía contar historias. En este pueblo, sólo se puede conversar con Genaro y con don Wenceslao, y me di cuenta que Genaro imitaba a don Wenceslao. Más tarde descubrí que era su hijo secreto, la madre de Genaro servía en su casa y tuvo relaciones con Wenceslao y tuvo a Genaro, su padre lo sabía pero lo mantuvieron en secreto incluso para Genaro.

A María le enseñé a hacer diferentes clases de puntos, a los pocos días vinieron dos vecinas, mi pequeño grupo de alumnas aumentaba y me dijeron que enseñara a las niñas. Así lo hice y los niños también querían aprender y los acepte, pero uno a uno se fueron yendo pues en el pueblo decían que eso no estaba bien. (Machismo). Por este motivo le hice ver que el hombre y la mujer no son diferentes ni por la inteligencia ni por la habilidad, sino por la fisiología.

Inicié lo que apenas me atrevía a llamar una biblioteca. Alguna tarde los llevaba de excursión.

No me marché del pueblo por cobardía ni por cansancio. Fue un corte brusco, una decisión repentina tomada por mi padre cuando vino a verme y me encontró agotada, convaleciente de lo que debió de ser una pulmonía, aunque nadie la hubiera diagnosticado.

La fiebre cada vez era más alta y pasé un tiempo, nunca sabré cuánto, medio inconsciente e incorporada a medias en la cama para no ahogarme. No me despedí de Genaro ni de don Wenceslao.

La convalecencia fue larga. El médico me tenía sometida a un reposo exagerado, había que evitar una tuberculosis.

Cuando me dieron por curada ya era verano. En septiembre empecé a preparar oposiciones y durante un curso todo fue estudiar y estudiar bajo el cuidado amoroso y vigilancia de mis padres. Me examiné y aprobé. Gabriela López Pardo, Maestra en propiedad. Ya había llegado el momento de elegir, con todos los derechos, mi escuela.

Los niños eran todos negros. La mía era la escuela nacional y gratuita y sólo los negros la frecuentaban. Todos dijeron que estaba loco cuando la elegí. Yo tenía veinticuatro años y afán de aventuras. Si fuera hombre…..es libre. Pero yo era mujer y estaba atada por mi juventud, por mis padres, por la falta de dinero, por la época. Era el año 1928, miré el mapa, y allí en la línea del Ecuador, una franja pequeñísima de África Guinea Ecuatorial, es un país que además de exótico era nuestro. Así que me bajé hasta Cádiz para embarcar. Con los embistes de las olas, todo el barco crujía. Era un barco viejo y parecía que iba a partirse en dos a cada instante. El día antes de llegar a Santa Isabel me llamaron de primera y me entregaron un telegrama de la Delegación anunciándome que me esperaban en el muelle.

En el trayecto de ida conocí a un joven negro que era médico y regresaba a su hospital. El me comentó que necesitaban maestro y médicos, pero que solo les mandaban hombres de negocios.

Me esperaban. Todos eran negros y sonrieron. Sus sonrisas me devolvieron la esperanza. Aquélla era mi primera escuela en propiedad. Nunca la olvidaré. La tengo aquí, metida en la cabeza.

Manuel, mi criado, me cuida y pretende calmar, a su manera, mi desazón. Agua, de la barrica, bien fresquita…un poquito de coco. Pero el calor me aplasta. Mi casa era como todas; una cama de bambú, sin ropas ni almohada, un banco y una mesa también de bambú y canastos distribuidos por la choza en la que guardaba mi ropa y mis objetos personales.

Empezábamos muy temprano, porque luego el calor era insoportable.

Ningún niño sabía español suficiente para seguir una explicación. Cuando vieron los cuadernos, los lápices y demás enseres, retrocedían, era su manera de mostrar extrañeza y precaución, luego se iban acercando y tocaban los nuevos objetos para comprobar su inocuidad.

A través de las canciones trataba de explicarle el paso de las estaciones, el brillo de la nieve en invierno, el largo viaje hacia la primavera que estalla un día en hierba y flores, el otoño que dora y enrojece los bosques.

Les enseñaba mis canciones y ellos me enseñaban las suyas.

Mis esfuerzos por enseñarles ciencias o geografía o historia chocaban con una incomprensión que iba más allá del idioma. Eran despiertos pero no podían comprender la Prehistoria, ¿Acaso no vivían en ella? ¿Hasta qué punto les añadiría felicidad el descubrimiento de los avances técnicos que envidian el mundo civilizado?

Emile, el médico que conocí en el barco y que se convirtió en mi amigo, mi guía y mi interlocutor en aquella isla fascinante y angustiosa.

Había muy pocas mujeres blancas en aquella pequeña ciudad. Mi presencia no pasaba desapercibida.

Cuando Emile vio mi choza dijo que no podía seguir allí. Al poco tiempo me vi instalada donde al principio me habían propuesto: en una habitación de una casa colonial con ventanas protegidas por mosquiteros, olor a desinfectante, ventiladores por todas partes y en la planta baja, el comedor colectivo al que acudían los funcionarios de la metrópoli que también vivían allí.

Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, Emile me invitó a acompañarle a sus inspecciones sanitarias.

Las plantaciones de cacao se extendían a lo largo de kilómetros. La vida del bracero era muy dura, pero lo más grave es que sean atrapados por la enfermedad del sueño. Por eso les tomamos sangre cada tres meses para analizarla y controlar si han sido picados por la mosca tsé-tsé.

Me invitó a su casa, vivía con su madre cerda del Hospital. La madre me recibió con un silencio reproche. Su madre no creía en los blancos, desconfiaba de ellos, allí me di cuenta que en ellos existe el racismo y que era una realidad ampliamente extendida.

El párroco me dijo que mi misión era cristianizar a mis alumnos, me pidió que como se acercaba la Navidad debía llevar a los niños a misa a rezar y a cantar villancicos.

Un día cuando empujaba la puerta de mi cuarto para entrar en él, una sombra salió de la oscuridad del pasillo, creo que era Manuel, pero no era él, era el administrador del Hospital, un hombre blanco que intentó abusar de mi sexualmente, iba borracho y me dijo que si era buena para el negro, también lo sería para él. Forcejeé y grite, en ese momento Manuel abrió la puerta y este huyo. Me eche en la cama y lloré, mientras Manuel cerró la puerta y me dejaba en soledad con mi dolor.

Los blancos vivíamos pendientes de la llegada de los barcos. La correspondencia, los víveres, los objetos de primera necesidad llegaban por mar. Eran holandeses, ingleses, alemanes.

Mi padre me escribía con frecuencia y yo también le escribía. Le enviaba lista de libros que debía comprarme y el dinero para que los pagara. También les enviaba la mitad de mi sueldo cada mes. Nunca lo rechazaban y sé que lo necesitaban y a mí aquí me pagaban el doble que en la península.

Emile me contó que estudió con los Padres aquí y luego la carrera en Francia.

Lo que un blanco dijera o hiciera con un negro era asunto de ese blanco.

Yo no le conté a Emile el incidente del Administrador del Hospital, pero él sabía que algo había pasado, así que un día de pronto este desapareció, le habían trasladado, yo no sé si tuvo que ver algo Emile, pero sí sé que tenía bastante influencia.

El tiempo que pasé en Guinea fue un tiempo de soledad. Era un mundo de hombres, la mayoría también solitarios, todos llegaban a la Colonia dispuestos a regresar con dinero.

Mi trato con la gente era muy limitado y se referí a mi estrictamente profesional.

El párroco me invitó un día, poco después de Navidad a visitar la Misión, a tres horas de camino de nuestra ciudad. Las internas aprenden el oficio, salen de su condición de analfabetas desnutrida y son educadas en la religión católica.

Respetaba la labor de las monjas pero no era mi labor. Mi sueño iba por otros rumbos. Educación, cultura, libertad de acción, de elección, de decisión. Y lo primero de todo, condiciones dignas, alimentos, higiene, sanidad.

Emile me decía que pedía mucho, que el hambre en África no terminara nunca, que era víctima del hombre blanco. No le contradecía pero observé que vivía en una perpetua exaltación, me parece que luchaba entre el deseo de contarme algo importante y la reserva exigida por el contenido mismo de lo que me ocultaba.

Los días pasaban y yo me adaptaba al medio. Yo les decía a mis niños que este era un país rico y ellos no lo entendían, les quería explicar los conceptos básicos de economía y Emile me decía que el día que los niños lo entendieran, ese día tendría que huir de allí.

En febrero las lluvias arrasaron la escuela.

Mi padre me anunció en una carta que un pariente de unos conocidos estaba allí y que pasaría a conocerme, se llamaba Cipriano Sánchez. Y efectivamente pasó a conocerme y todos dijeron que era un hombre rico e influyente que tenía casas y fincas de cacao.

Algo en él me recordó a don Wenceslao, el instinto de no mirar atrás. Cada etapa cerrada se hundía en el pasado. Creo que en el fondo sentía miedo a dejar ataduras, miedo a aferrarme a lo que, de modo irremediable, pasaría a ser un capítulo de difícil repetición.

Escribí a Wenceslao, le dije que estaba en Guinea, pero no me contesto. La presencia de Cipriano había reavivado el recuerdo del viejo amigo.

Un día a través de don Cipriano me invitaron a comer junto con unos plantadores blancos. Me dijeron que allí era la única mujer blanca con un puesto de trabajo decente. Emile como siempre hizo comentarios sarcásticos de la visita, como que querían saber si yo era de los suyos o peligrosa, esta vez sus comentarios si me molestaron.

De Emile dijeron que era un negro muy inteligente y me preguntaron qué pensaba de él. Pero ellos tenían su propia impresión de Emile, decían que los blancos estaban indefensos ante estos revolucionarios de color oscuro que son muchos y nos pueden masacrar si se lo proponen. Yo les dije que no estaba de acuerdo, que nunca había notado hostilidad por su parte. Todo esto venía por algo muy en concreto, les molestaba mi amistad con Emile, ellos decían que no podía alternar con un negro. Les dije que ellos no eran quien para velar por mi conducta y me contestaron que hay una prohibición que marcan las leyes. Ni un solo blanco casará con un negro, ni muchos menos tendrán una blanca relación con un negro. Salí corriendo de allí.

Emile me prometió subir a las montañas cuando pasarán las lluvias, en semana santa y todo estaba previsto para el jueves Santo. Ese mismo jueves el cura quería que fuese a los oficios, pero yo decidí que mi iría con Emile. Pero nunca subí a las montañas.

Enferme, durante diez días y diez noches delire en el hospital. No ha sido la peor, me dijo Emile, ninguna de las grandes fiebres, ninguna de las incurables, Pero ha sido suficiente. Tardarás mucho tiempo en recuperarte. Te explicaré el tratamiento para el viaje.

Los papeles los arregló la Delegación, Emile e acompañó a Santa Isabel. Me dejó tendida en la litera, ordenó mis cosas, puso en mi mano la próxima dosis de quinina y me besó en la frente.

La travesía no fue mala. Me atendieron con cariño y tuve la sensación de estar recibiendo un trato diferente.

Mi sueño no progresa. Mi sueño es un sueño maldito. Siempre estoy empezando el sueño.

SEGUNDA PARTE

EL SUEÑO

La boda fue en la ermita del Santo Sendero, yo iba de negro y Ezequiel también. Los dos estábamos serios. Él no tenía padres, ni hermanos, ni parientes cercanos. Por eso habíamos elegido a mis padres para los papeles principales. No tengo a nadie más que a ti, me decía.

Aquel abandono en que vivía, habían sido decisivos para que yo le aceptara y le quisiera. Amor, amor, lo que se dice amor, no había entre nosotros, al menos por mi parte. Sin embargo nunca tuve la sensación de haberme equivocado.

Nos quedamos después de la ceremonia, solo los de la casa para una comida sencilla una despedida breve. Con las maletas cargadas en una carretilla, enfilamos hacia la Estación. Mi padre estaba triste, trate de animarle, vendremos pronto le decía. Tenía veinticinco años, nunca había pensado en casarme por casarme, después de todo, eso era lo normal, casarse y tener algún hijo. Él también era maestro. Ezequiel, era un chico de estatura mediana, muy moreno, ni guapo ni feo, pero de expresión muy atractiva, mirada inteligente, voz grave y agradable. Era el maestro del pueblo de Arriba y yo del pueblo de Abajo. Su padre murió repentinamente y por eso iba de luto.

Él pensaba que la riqueza está mal distribuida. Pensaba que hambre no había tanta, pero si mucha ignorancia, suciedad y abandono, sobre todo allá arriba, que había mucha diferencia entre la vega y el monte. Cuando le devolví la visita y fui a su pueblo me quedé perpleja. En la escuela estaba su casa, es decir una triste cama en un rincón. Las comidas las hacía en la taberna.

La víspera de la boda hacía calor. De modo inesperado mi madre empezó a llorar. Me dijo, lloro ahora para no tener que llorar mañana en la Iglesia.

Mi padre me dijo que no volviera a mandar dinero, que nosotros íbamos a necesitar dinero para empezar. Acepte, pero le dije que en cualquier momento, si por alguna causa fuera necesario….

Ezequiel decía, que casados tendríamos más derecho a vivienda, pero no fue tan fácil. Finalmente surgió una propuesta. La planta baja de una casa, mitad pajar, mitad cobertizo para herramientas y aperos de labranzas. En poco tiempo la pintamos y la arreglamos.

La primera vez que hablé con Ezequiel de Guinea todavía no éramos novios.

Habíamos llegado a ser excelentes compañeros. Juntos organizábamos nuestras clases de adultos, cada domingo en una escuela.

Ezequiel, me decía, no sé cómo pudiste ir a Guinea a educar africanos cuando existen aquí tantas Guineas. Muere mi madre, mueren mis hermanos siendo yo un niño, mueren de hambre de miseria, tú no sabes la rabia que da el hambre.

Recibíamos hasta reproches de algunos padres que no entendían nuestro afán de encender en los niños curiosidades y despertar su imaginación, hasta esas críticas agrias y mal intencionadas a veces, se convertían en estímulo para nosotros.

Ya antes de casarnos era el trabajo lo que creaba en nosotros nuevos lazos, ya era el trabajo compartido lo que iba construyendo unos cimientos para una relación que todavía no era más que amistad y camaradería.

Ezequiel me contó, que después de dos años dejó el Seminario, le dijo a su padre que él era un chico demasiado listo para ser pastor.

Probablemente yo no elegí ser maestra. Mi padre me inculcó el amor al trabajo, la disciplina y la exigencia y esos principios no sólo formaron mi carácter sino que resolvieron una necesidad urgente: la necesidad de ganarme la vida. A los ojos de mi padre la carrera de maestra reunía las características más favorables para una mujer; decencia, consideración social, nobleza de miras. En resumen, yo fui maestra porque las condiciones económicas de mi familia así lo determinaron.

Nuestro noviazgo fue el más puro y transparente, el más premeditado de los noviazgos. Por eso digo que pasión, pasión, si queremos entender el amor como pasión de eso no hubo….

No hacía una hora que habíamos terminado de organizar la boda cuando ya teníamos en la puerta una comisión de niños de las dos escuelas con sus regalos.

Amadeo, el carpintero, no tenía hijos, ni estaba casado. Pero nos ayudaba mucho y mostraba un interés insólito en la educación. Para la escuela lo que quieran, lo que me pidan, solía decir. En las clases de adultos él fue el primero en asistir.

Un día nos comentó que se había enterado en León, que el Rey iba a salir por los pies y que va a haber una revolución, que no podíamos quedarnos quietos. Lo primero la educación y la cultura para ser capaces de sacar adelante el país, eso nos decía. Ezequiel le comentaba que esto le daba alegría, pero a la vez le daba miedo. Pensaba Amadeo que había que intentarlo para que en Francia o Inglaterra.

Después de tres meses de dudas, por fin se confirmó, estaba embarazada. Yo no estaba ni triste ni contenta. Había caído en una indiferencia placentera y serena. El embarazo me alejaba del mundo exterior. Rara vez me encontraba pensando en aquel hijo del que todos hablaban, ni el sentimiento maternal anticipado, ni la ilusión de la nueva vida, ni el imaginarme cómo iba a ser aquel niño que se acercaba, me ocupaban el tiempo. Bastantes niños tenían a mí alrededor.

Ezequiel me decía, tú no lo entiendes. No entiendes el milagro que estoy viviendo, después de tanta soledad.

Amadeo insistía en que Ezequiel le acompañara a León a las reuniones que estaban teniendo para hablar de política y de los cambios que había que hacer. El treinta y dos por ciento de los mayores de diez años son analfabetos en nuestro país, me decía Ezequiel y en las clases de adultos se veía cada día la mejoría de los que asistían, “Ya saben hablar, han aprendido a expresar lo que piensan”, yo frenaba su exaltación y le aconsejaba que siguieran con las clases, primero aprender a leer y escribir y luego lo demás. Él me contestaba que tenía razón, pero que ignoraban sus derechos, sus necesidades, que eran fáciles de convencer por cualquiera, están en manos de quien mejor los sepa manejar. Yo no quiero hacer política, quiero sólo defenderles de la política. Pronto iba a sufrir las consecuencias de sus excesos. Una visita del Inspector de Enseñanza “Clases las que usted quiera, pero mítines de ninguna manera.”

Amadeo le decía, te han denunciado, algún malnacido de por aquí, el Cura o don Cosme.

Me puse de parto a las cinco de la tarde y las campanas empezaron a sonar a la ocho, me preguntaba aporque sonaban, solían hacerlo cuando ocurría algo en la mina. Ezequiel llego con la comadrona y me dijo que volvía corriendo que anda el sacristán con los mozos y los chicos y me parece que ha llegado lo que tenía que llegar.

Los dolores me enloquecían, entró Ezequiel y me cogió la mano entre la suyas y me decía ha llegado Gabriela.

Estalló la republica el día que nació mi hija el 14 de abril del año 1931 y hacia diez meses y medio que nos habíamos casado.

Nunca he visto el mar me decía Ezequiel, si hasta la mili la hizo en Castilla.

Esto se va a arreglar me dijo pocos días después de proclamarse la República.

En los periódicos se leía que los maestros se adhieren entusiásticamente a la nueva República, una de las reformas más urgentes es la enseñanza.

El cura vino a vernos para ver cuando bautizábamos a la niña, y Ezequiel quedó en decirle que la niña no se iba a bautizar nunca. Era fácil adivinar que aquél sería el comienzo de una sorda guerra entre el Cura y las gentes que le apoyaban y nosotros, con los pocos vecinos que habían gritado, aquel día de abril, viva la República.

“Todo va a cambiar quieran ellos o no, dijo Ezequiel. Van a cambiar y nuestra hija crecerá en una tierra sin fanatismos ni injusticias.

Si yo quisiera explicar lo que era entonces para mí la política, no sabría.

Algunas noticias decían “Es deber imperativo de las democracias el que todas las escuelas, desde la maternal a la Universidad, estén abiertas a todos los estudiantes en orden no a sus posibilidades económicas sino a su capacidad intelectual”

No habían pasado ni quince días desde la proclamación de la República y ya teníamos a don Cosme en casa:

“Déjense de políticas. Las políticas que las hagan ellos en el Parlamento. Nosotros aquí, en el pueblo, paz y respeto para todos, y no me diga, Gabriela, que con estas modas de la República no va usted a bautizar a la niña, que no me la va a dejar mora, tan preciosa como es la criatura.

La niña se llamó Juana y no fue bautizada. Después de la nuestra, habrían nacido dos niños más y sus padres tampoco quisieron bautizarlos.

Para los republicanos “ellos”, eran don Cosme y el Cura y a su vez “ellos” éramos nosotros para don Cosme y sus aliados.

Los vecinos se fueron agrupando en dos núcleos significativos, a favor unos y en contra otros del nuevo Gobierno.

Un día en la pared de la Iglesia apareció un letrero escrito con carbón “Abajo el clero”.

Los niños no eran ajenos al clima que empezaba a crearse en el pueblo. Unos decían que sus padres les habían dicho que la República quería quitar las iglesias y yo les pedía paz. Fue después, a los pocos días, cuando empezaron a surgir las pullas entre ellos, no obstante poco a poco se fue dando la normalidad.

Reforma agraria, sanitaria de enseñanza. Las reformas discurrían por la tinta fresca pero todavía no se veían señales de su realización.

Yo estaba deseando llegar a casa de mis padres.

Amadeo, el carpintero, nuestro amigo, fue asaltado una noche cuando volvía andando solo. Le pegaron una buena paliza y dice que sólo una palabra pronunciaban, masón, masón, mientras le golpeaban.

Mi vida transcurría ajena a cualquier fenómeno que no fuera el de mi maternidad. Aquél fue sin duda el más hermoso y sereno de los veranos. Atrapada voluntariamente en mi papel de madre, prescindía de lo que me rodeaba, hasta el punto de aislarme de las conversaciones que mi padre y Ezequiel mantenían. Mi madre respetaba mis silencios.

Al despedirme de mi madre, me sentí más hija que nunca, desamparada y huérfana al separarme de ella.

Yo no podía criarla y desde el primer momento aquel trabajo de limpieza y asepsia me tenía obsesionada.

Yo vivía en constaste preocupación con las infecciones y encargué a Amadeo algún libro moderno sobre cuidados infantiles.

La ropa se lavaba en el río, como en mi pueblo, el tiempo del lavado se convertía para ellas en una ocasión de chismorreo.

Nosotros no podíamos resolver ningunos de los grandes problemas. El hambre y la enfermedad son asuntos del gobierno. Y nos preguntábamos cuando los republicanos iban a cumplir sus promesas.

Un día llegaron novedades. Eran instrucciones en la cual la religión no se pondría en práctica en las escuelas. La escuela tiene que ser laica. Esto nos iba a traer problemas. Había que pedirle al Alcalde que hablara con los vecinos, que tenían que quitar todos los crucifijos de las escuelas. Ezequiel les comento a todos que no era un ataque a sus creencias. No es un insulto ni un desprecio. Pero tenían que entender que la escuela no puede ser un lugar para hacer fieles sino un lugar para aprender lo más posible y llegar a ser hombres y mujeres cultos. Para aprender a ser buenos cristianos tenían la iglesia. De pronto una vieja se echó a llorar y dijo “Ya ni a Dios nos van a dejar a los pobres”, su marido la consoló. Un joven dijo si no sería bueno votar eso del crucifijo, y el Alcalde dijo que no había nada que votar.

Regina, nuestra vecina se quedaba al cuidado de nuestra hija, era una mujer joven, que no quería dinero por ello y se ocupaba muy bien de ella.

Amadeo decía que no era a religión lo que les preocupaba a los otros, era que les preocupaba no poder explotar a los demás con la cosa religiosa.

Regina era madre soltera y Ezequiel le decía al chico que buscara la forma de salir del pueblo. Regina decidió que le iba a mandar con su padre, que se ocupara de él que ya era hora. El chico era hijo de un señor con dinero, casado y sin familia, quiso taparle la boca con dinero, pero ella no quiso, y con una carta le mandó con su padre.

Desde que se quedó sola Regina frecuentaba mucho nuestra casa.

La luz eléctrica llegaba sólo al último pueblo grande y de allí en adelante, hacia Galicia, la oscuridad y la miseria se extendían por los pueblos agazapados en valles y montes.

Desde que me casé, toda mi vida fue serenidad y trabajo.

No hablaba de Guinea, era ése un episodio que guardaba en celoso secreto. Las confidencias amistosas se detenían ahí, cambiaba de tema si surgía Guinea en algunas de las conversaciones y la curiosidad de mis amigas se fue debilitando a la vista de mi reserva. Emile ha sido el único hombre que hubiera abierto un camino distinto en mi vida. Era la libertad, la lejanía, la aventura, la fantasía.

Ezequiel me decía que si nuestra hija pudiera viajar y estudiar fuera de España llegaría a hacer algo importante.

La Republica iba a hacer de la enseñanza el corazón de su reforma. Una medida que nos reconfortó fue la necesaria subida de los sueldos del Magisterio. Pero había algo que nos preocupaba más que el dinero, la falta de consideración social que sufría nuestra profesión. Cualquier intento de hacer de la escuela un lugar atractivo era rechazado por los padres influyentes del lugar.

Ahora sí, pensaba yo, ahora voy a tocar mi sueño con la mano.

Del Ministerio y de la Inspección recibíamos ayuda y alimento. Entre la gente del pueblo, algunos nos apoyaban abiertamente. Otros, por miedo o por convicción, se mantenían al margen o actuaban, como decía Ezequiel, desde la impunidad de lo oscuro.

Llegaron las Misiones Pedagógicas. Un grupo de profesores y estudiantes de Madrid y otras ciudades que viajaban cargados de libros, películas, gramófonos y se instalaban por uno o varios días en los pueblos que más lo necesitaban para compartir con la gente una fiesta de cultura. Escritores, artistas, intelectuales, se sumaban a las Misiones día a día.

Regina estaba muy sola y Amadeo compartía su cama. Llegó a oídos del pueblo y el cura en la misa arremetió contra ellos. Amadeo le dijo que si querían se casaban, por lo civil, eso sí.

Las palabras de la iglesia eran muy duras con respecto a la Misiones. Decían que nadie regalaba nada, que lo que la República os daba os lo quitaría por otro sitio, que se quedarían sin tierras y sin ganado. Que les quitaban sus costumbres, hasta el día sagrado de descanso, que dejarían a sus hijos sin moral ni leyes. De los maestros tampoco se podían fiar. A esos los tienen a sus órdenes y enseñan a los niños para que no respeten a los padres ni a Dios y hasta la Patria les parece pequeña. Ezequiel escribió al Inspector y este decidió aparecer en el pueblo para hablar a la gente.

Les dijo “no se trata de pediros dinero. Tampoco se trata de hacer propaganda política, es un esfuerzo de la República apoyado por personas desinteresadas que dedican su tiempo libre a traeros una fiesta de cultura.

El lugar elegido para la Misión fue una explanada delante de la escuela. El nerviosismo se extendía por el pueblo. El día que llegaban a la orilla de la carretera se fueron uniendo los vecinos. Los niños aplaudían y vitoreaban “Vivan los republicanos”. Traían muchas cosas y necesitamos pedir ayuda a Don Cosme para trasladarlo con sus caballos, y lo sorprendente es que este accedió a ayudarnos.

Estuvieron dos días con nosotros y vivimos con ellos horas inolvidables. Fue muy hermoso y todavía hoy puedo reconstruir minuto a minuto el desarrollo de aquellas jornadas. Veo a los más pequeños absortos en el movimiento de los muñecos de guiñol. Veo a los viejos contemplando por vez primera las imágenes en movimiento. La poesía de Juan Ramón de Machado.

A los pocos días circulaban por los dos pueblos los préstamos de libros de la Biblioteca reglada por las Misiones. El milagro se convirtió en euforia cuando a los pocos días recibimos el gramófono como obsequio. Los domingos por las tardes, después del Rosario muchos venían a la escuela a escuchar música.

El día que nuestra hija cumplió dos años, la República había conseguido despertar en muchas inteligencias el deseo de aprender, y en los maestros, el deseo de enseñar con más pasión que nunca.

El sueño, nuestro sueño, parecía ampliarse en un horizonte de bienaventuranzas.

Amadeo decidió marcharse a la ciudad y Regina decidió no acompañarle pues quería quedarse por si su hijo regresaba.

Amadeo se iría antes de comenzar el nuevo año a León su hermano ya le había solucionado todo.

Nosotros también pensábamos en irnos, después de tres años ya estábamos cansados y preparamos todo para que nos dieran dos escuelas en el mismo lugar.

Con la primavera llegó el anuncio de nuestro traslado. El día de la marcha hasta el cura nos vino a decir adiós, Don Cosme y el Alcalde y mujeres y hombres y niños cargados de regalos. Al abrazar a Regina no pude contener las lágrimas. Juana también lloró.

TERCERA PARTE

EL FINAL DEL SUEÑO

Era un pueblo minero y las sirenas sonaban cada vez que pasaba algo en las minas. De las casas salía gente. Corría carretera arriba, hacia los pozos. Se oían gritos y sollozos, “Han sido tres…asfixiados…sepultados.

Nuestra casa olía a carbón, Una película finísima cubría los objetos. Las casas se extendían a los dos lados de la carretera que atravesaba el pueblo. Hacía la mitad estaban las Escuelas Nacionales. Unidas por un costado, una pared las separaba al dividir los patios de recreo. Las plantas bajas eran las aulas y en el primer piso estaban las viviendas. En la casa había agua corriente, cocina económica y luz eléctrica. Detrás de la casa un huerto para que jugara la niña.

Marcelina me ayudó desde el principio. Era menuda y enjuta, pero su energía parecía ilimitada. Tenía tres hijos, el mayor de diecisiete años, el segundo de quince y el tercero de diez. Él mayor una desgracia, tenía problemas de aprendizaje, según su madre vino torcido, no andaba, no hablaba.

El Alcalde resulto ser Republicano, se llamaba Don Germán y vivía con una hija soltera.

Don Germán quería saber, quiénes éramos, cómo pensábamos, qué forma de educar y enseñar era la nuestra, se quedó muy satisfecho de ver que éramos inteligentes y abiertos de mente.

Nos explicó que eran dos mundos distintos, en uno lo mineros y en otros los agricultores. Los mineros tenían sus escuelas y los pagaban la Compañía y que nosotros nos pagaba el Estado y es donde van los pobres y los hijos de los labradores, de los albañiles y de los barrios bajos.

Yo tenía en mi escuela cuarenta niñas y Ezequiel treinta y dos niños, todos entre los seis y los catorce años.

Por primera vez tuve a mi cargo solamente niñas y esto se me hacía muy raro. Las tenían preparadas desde la cuna para ser mujeres lo más sumisas posibles. Les da vergüenza intervenir, creen que no van a saber, ni poder. Estábamos convencidos que estudiando juntos se desarrollaban mejor como personas, tenía que existir la coeducación.

Ya estábamos preparando las clases de adultos.

Un día nos presentaron a los maestros de la escuela de la mina, un matrimonio. Estaban hablando de política, las elecciones estaban encima y los pronósticos no podían ser más pesimistas. Las derechas una vez más se unían y la izquierda se fragmentaba, así no se podía hacer nada, pero algo había que hacer. Tarde o temprano saldrá la violencia. Los maestros se llamaban Domingo e Inés.

Domingo había entrado en nuestras vidas en el momento en que Ezequiel lo necesitaba. Estaba claro que Domingo participaba intensamente en los problemas políticos de los mineros.

Llegó un Decreto en el cual se obligaba a la coeducación en los institutos. Y nosotros teníamos un plan; se trataba de unir niños y niñas y dividirlos en dos grandes grupos: uno hasta los nueve años y otro de diez a catorce. Cada grupo se asignaría en principio bien dispuesto.

Convocamos a los pocos días a los padres y los reunimos en la escuela de Ezequiel. Acudieron muchos pero no todos. La reacción fue muy variada, los que consideraban inmoral la escuela mixta y los que comprendían el beneficio.

Inés, la mujer de Domingo, hablaba del problema en otros términos. Ella me dio a leer varios libros sobre la mujer. Desde uno que había causado sensación sobre la libertad de concepción hasta otros, políticos, en los que se enardecía a las lectoras para que reclamaran un papel digno en la sociedad frente a sus opresores, los hombres.

La libertad está en la cabeza solía decirme mi padre. Y era cierto. Pero un fuerte entramado de actitudes, opiniones, puntos de vista, se levantaban entre esa libertad y mi forma de actuar. Libertad de pensamiento sí.

Ezequiel me anuncio lo inevitable, el resultado final. El desastre final, la derecha, triunfadora absoluta. Yo intentaba calmarle y le decía que ya vendrían otras elecciones. Pero él se lamentaba diciendo que la República había perdido una batalla importante.

Estaba muy nervioso y se marchó a la Plaza a ver a Don Germán y a Domingo que van a reunirse para escuchar la radio y las noticias.

Decidimos que Mateo (el hijo de Marcelina) asistiera a las clases, el necesitaba una atención especial y esto provoco que muchos padres se quejaran de por qué un niño así tenía que asistir a clase con sus hijos sanos, pero la respuesta era clara, todos podían acceder a una educación fueran como fuesen.

La formación del nuevo Gobierno a mediados de diciembre, la agitación política subsiguiente al triunfo de las derechas y el descontento social entre los obreros se reflejaban en un pueblo minero de forma muy especial.

Marcelina decía, aquí abajo manda el Cura, allá arriba el Gobierno.

Ezequiel estaba inquieto y subía a la Plaza todas las tardes. Así que le propuse comprar una radio. Desde ese instante la radio se convirtió en un objeto importante en nuestra existencia.

1934 acababa de nacer entre cantos y gritos de “por la República, por la paz, por la rebeldía, por los compañeros, por el futuro”.

Aquella Nochevieja quedó grabada en mi memoria con la marcha indeleble de la aflicción.

Joaquín el marido de Marcelina, cayó enfermo y tuvo que dejar la mina.

Don Germán no estaba muy de acuerdo con Domingo, este pensaba que había que pasar a la acción, que los socialistas no pueden permanecer indiferentes. Inés por su parte decía que en el voto de las mujeres estaba el error, que las mujeres votan lo que le mandan los curas.

Yo como siempre, buscando el equilibrio y la armonía, sintiéndome desesperadamente responsable no sólo de Ezequiel sino de Domingo e Inés.

Ezequiel decía que no estaba de acuerdo con la forma de atacar a don Germán, pero sí creía que la República estaba destruyendo el socialismo.

Una tarde se presentó Domingo muy agitado y dijo que se marchaba a León, que iban a organizar un frente de maestros. Era preciso que el Magisterio unido dé la impresión de su fuerza por los cauces normales de la vida política haciendo presión sobre los diputados y los partidos, que cada día tienen que contar más con la opinión pública, le pidió a Ezequiel que le acompañara, pero este no lo tenía claro y decidió no ir.

Desde las elecciones de noviembre Ezequiel había cambiado. Seguía trabajando con el mismo interés en la escuela, pero había perdido la capacidad de proyectar. Me parecían muy lejanos los días del embarazo, cuando hacíamos planes para nuestro futuro y el futuro del hijo que iba a nacer. Aquellos planes se vieron estimulados por el entusiasmo que la República sembraba en el Magisterio. Sin embargo, ahora asistíamos a una parálisis general de todo lo prometido.

Ezequiel no estaba convencido del Frente único, él estaba convencido de que había que reclamar lo que nos prometieron.

Inés me pidió ayuda para preparar con sus alumnas un acto cultural para el 1 de mayo. Sus alumnas me parecieron más despiertas que las mías. Sobre todos los mineros eran más rebeldes que los campesinos. Inés aparte de realizar el acto cultural tenía previsto hacer un acto político en toda regla y a mí eso no me parecía bien, a los niños no los tenían que 'politizar. Creo que hay que educarlos para que sean libres, para que sepan elegir por sí mismos cuando sean adultos.

Puse la radio para oír las noticias. Entre otras, se habló de las protestas que habían organizado en Madrid los maestros, por no cobrar el suplemento de casa ni la pequeña cantidad que debían recibir por las clases de adultos. La policía y los guardias de seguridad habían disuelto por la fuerza a un grupo de manifestantes reunidos en el patio del Ministerio de Instrucción Públicas. Hubo detenciones, cristales rotos.

Empezaron algunos altercados como el día de la procesión en el cual surgieron piedras y una de ellas dio a Eloísa, y después de esas muchas más, todo el mundo empezó a correr, los niños a llorar y el Cura corrió a la Iglesia para guardar cuanto antes el cáliz y las hostias. Mezclar la política con la religión es mal asunto.

A don Germán le dio algo al corazón seguramente por los incidentes.

A Ezequiel la incapacidad de la República para llevar adelante las grandes promesas de su primer año le habían hundido en el desencanto y la decepción. Yo sentí crecer el ímpetu de su rabia. El fracaso total del Frente único del Magisterio acabó en mayo con todas las tentativas de acción desde el ámbito profesional. En otras palabras el Frente Único se había convertido en un organismo burocrático.

Un día me dijo Ezequiel que iba a afiliarse al partido socialista. Me siento muy de acuerdo con la postura que los socialistas mantienen en cuanto a la República.

En cuanto a mí, respetaba y comprendía su actitud pero no me sentía capaz de secundarla.

La alegría del presente se tambaleaba ante la incertidumbre del futuro.

Hacía el mes de julio un nerviosismo alegre había sustituido la pasividad que antes le sumía en prolongadas pesadumbres.

Al regresar después de las vacaciones nos comunicaron que ya no podías impartir las clases mixtas, fue una propuesta de padres influyentes. Ezequiel estaba nervioso y lo pagaba conmigo

Inés por su parte estaba llevando su activismo político a las últimas consecuencias. Ezequiel admiraba a Inés por lo que estaba haciendo, sin embargo yo no estaba muy de acuerdo. Yo anteponía mis obligaciones de maestra y mi atención a Juana a toda otra ocupación.

Un día Ezequiel me propuso que pidiera una excedencia y me fuera con mis padres, él puso como excusa la consecuencia de la Huelga General y yo le comente que asumiría todas las consecuencias.

Don Germán nos comunicó que la habían obligado a dimitir por su salud, y tuvo unas palabras con Ezequiel en el cual le decía que no estaba a favor de la revolución, que le parecía propia de un país con una clase obrera poco madura.

Revolución era una palabra que yo veneraba. Significaba cambio profundo, agitación definitiva, volverlo todo al revés. Pero revolución también significaba sangre y era una palabra que pertenecía a la historia de otros países como la Revolución Francesa. Pocos días después iba a obtener la respuesta.

Todo estaba oscuro cuando escuche la explosión, no había luz y corrí a por mi hija. Ezequiel no estaba y tampoco salía nadie de sus casas con lo cual no era la mina. Otra explosión, estaba aterrorizada. Ezequiel entró en casa y no estaba asustado, me dijo que no me asustase, que todo estaba controlado, que habían volado el puente que venía a dormir unas horas y luego se iría otra vez y sobre todo que no saliera de casa. Él sabía todo lo que iba a suceder y no me había dicho nada. Seguramente porque sabía que no compartía sus ideas.

Todo estaba cerrado y desierto. Marcelina se ofreció a cuidar de mí. Me dijo que ella sabía que iba a pasar algo, pero que no me lo quiso contar porque mi marido estaba muy implicado. También me conto que en algunos sitios habían matado a curas y algún rico que no era de fiar.

Empezaron a saquear tiendas. Nos traían noticias de que no habían podido seguir hacia León. Que Inés estaba al frente de un hospitalillo que han montado en la escuela. Ella enseña a las mujeres a curar a los heridos. Que habían disparado tiros a los mineros que habían matado a uno y que también los mineros habían matado. Que el Cura estaba escondido, que habían ocupado el Ayuntamiento y piden que vuelva Don Germán pero él no quiere o no le deja la hija. Que el Ejército los va a matar a todos, que con el no van a poder.

Inés vino y me dijo que no podía quedarme aquí que tenía que ir a ayudar, le dije que no, y me sentía culpable y cobarde. Una sensación de impotencia me dominaba.

Toda España estaba pendiente del Norte, de Asturias sobre todo de León. Había noticias confusas pero la impresión general era que sólo en Asturias duraba la revuelta.

El administrador de la mina y los ingenieros estaban detenidos.

Ezequiel apenas apareció durante toda la semana, mantenía una actitud distante conmigo.

Y pasó lo inevitable, las tropas llegaron, nos avisaron las sirenas. Una vez más estreche a mi hija sobre mí. Empezaron a sonar disparos, ráfagas de balas. Ezequiel llegó al anochecer, estaba en el ayuntamiento y por eso no le pillaron. Me pidió de nuevo que no me moviera de la casa.

Pero le detuvieron y le encarcelaron. A las veinticuatro horas de la ocupación del Ejército se fueron restableciendo todos los servicios. Y para colmo de males me instalaron al lado de casa a un sargento con su familia.

Necesitaba ver a Ezequiel en la cárcel, así que cogí a Juana y nos fuimos hasta León, don Germán lo había preparado todo. Entre rejas le puede ver, nos enviaba besos y gritos, me preguntaba cuanto tiempo estaría el allí.

1935 fue un año gris, gris pesado, cargado de amenazas. Fue un año de tristezas y miedo.

El trabajo era mi medicina, mi estímulo, lo único que me conservaba firmemente asentada a la realidad. Empecé a llevar a mi hija a las clases conmigo.

El miedo adoptaba distintas formas. Miedo por el destino de Ezequiel. Miedo a ser denunciada. Miedo a encontrarme sin trabajo. Un día me encontré debajo de la puerta un recorte del periódico donde ponía que la escuela es la gran responsable de la revolución de octubre.

Al terminar 1935, el año de mi miedo y mi tristeza, los hechos se sucedieron con rapidez. En enero de 1936 se disolvieron las Cortes, El Frente Popular que don Germán pronosticará ganó las elecciones de febrero. La amnistía fue su primer objetivo.

Sin previo aviso Ezequiel llegó a casa. Todo iba a ser como antes. En el programa del Frente Popular se hacía alusión a la enseñanza.

“se impulsarán con el ritmo de los primeros años de la República la creación de escuelas de primera enseñanza, estableciendo cantinas, roperos, colonias escolares y demás instituciones complementarias”.

El sueño de mis comienzos profesionales emergía con fuerza del hoyo en que había estado sepultado.

Yo quería trasladarme pero Ezequiel no contestaba, hablaba poco desde su regreso. Otra vez a organizar, otra vez a comprometerse me decía Marcelina.

Ezequiel no renunciaba a sus sueños. Vivía en la frontera de la Plaza. Dedicaba su día a los asuntos de la Casa del Pueblo. Llegue a pensar que había solicitado una excedencia sin decirme nada.

Don Germán me dijo que Ezequiel era un líder al que seguían y admiraban y que yo debía respetar su decisión y así lo hice.

Viaje para ver a mi padre que el pobre se estaba muriendo. El pobre murió el doce de julio, le puse un telegrama a Ezequiel para que viniese, pero no llegó respuesta.

Les estábamos enterrando y recibimos la noticia de que una sublevación militar en Canarias, pero eran confusas. En quince días la sublevación se había extendido por la provincia de León y había triunfado en la ciudad.

Y poco después a Ezequiel le habían fusilado al amanecer con otros muchos, a la entrada de la mima.

Regresé y en la cuneta había muertos por todos sitios.

El General Francisco Franco, Inesperadamente recordé esa cara, la mañana de Oviedo, aquella boda, su nombre en la reseña del periódico. Recordé su mirada que navegaba más allá del Paseo sobre las cabezas de la gente. Acaricié el pelo de Juana. Miré al frente, a la carretera recta. A las orillas, los árboles formaban, tiesos y vigilantes, como soldados uno al lado del otro.

Contar mi vida….Estoy cansada Juana. Aquí termino. Lo que sigue lo conoces tan bien como yo, lo recuerdas mejor que yo. Porque es tu propia vida.

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